Desde que nuestra especie hizo su aparición sobre la tierra, de manera paulatina, hemos ido transformando el entorno en el que hemos ido desarrollando nuestra actividad; lenta y de forma apenas perceptible al principio hasta dejarlo, a la larga, prácticamente irreconocible en muchos casos.
Con independencia de la pertinencia y/o sostenibilidad de muchas de estas alteraciones ejercidas sobre nuestro hábitat, lo cierto es que muy pocas veces nos paramos a pensar que..., esas mismas reconversiones, terminan causando en nosotros también un cierto reajuste en cuanto al tipo de praxis que seguimos y, por ende, acotando nuestros conocimientos y experiencias.
Sumergidos de lleno en esa espiral de acción y reacción, apenas somos conscientes de la inercia que nos obligan a seguir evolucionando sin que, muchas veces, tengamos demasiado claro en qué dirección lo estamos haciendo. Pero, por si todo esto fuera poco, esa suerte de circuito de influencia más o menos cerrada, no sólo se manifiesta entre un entorno concreto y sus pobladores, sino, también, entre los propios individuos que conforman esas comunidades.
En ese sentido, podríamos decir que nuestra ciudad constituye un clarísimo ejemplo de cómo, lo que podía haber seguido por unos derroteros completamente distintos, por obra y gracia de una conciencia colectiva que se ha ido tejiendo poco a poco a lo largo de los años, terminamos obteniendo una serie de premisas y ordenamientos que distan bastante de lo que, en otro lugares y circunstancias, sería de esperar.